lunes, 28 de enero de 2013

El malabarista frustrado

Había una vez un hombre al borde de la desesperación. Ese hombre repetía el mismo movimiento con una obsesión nunca antes vista. Una y otra vez, una y otra vez...y vuelta a empezar. El mismo ejercicio. Sin que pareciera existir el mañana, hacía rodar una pequeña bola de contact que se escurría entre sus manos, caía al suelo y de nuevo, tras ser recogida bajo un pequeño gruñido, volvía a las manos de aquel proyecto de malabarista. Sólo a veces cambiaba el ejercicio a fin de romper la monotonía y evitar lanzar la bola lo más lejos de él bajo lágrimas de ira e infectado bajo una siniestra risa loca que le demostrase que había perdido cualquier atisbo de cordura.
La bola de contact tampoco ayudaba a ello, pues su color rojo, una vez la tenía que haber recogido del suelo más de 1000 veces, se transformaba en su mente: sangre. Un rojo sangre era lo único en lo que podía pensar ese pobre loco. Cada  caída de la bola al golpear con el suelo repiqueteaba en su cabeza: “Pum, pum, pum”. Ese hombre no se daba cuenta de lo que le estaba pasando y de la metamorfosis que en él estaba naciendo si no conseguía manejar la bola antes de que ella le gobernase a él.

Mirándose en un espejo, de pie e  intentando ver si los movimientos salían fluidos y reconocibles. Algunos sí, otros no tanto y alguno, ni por asomo. Siguió en los próximos días con un progreso mínimo. La bola y él no parecían estar hechos el  uno para el otro. Un día, como otro cualquiera, tomó su bola y se colocó delante del espejo. Todo normal. La bola le obedecía hoy un poco más que ayer y estaba contento. Su locura parecía menguar a pesar de los pequeños episodios cuando la bola se caía. La recogía y la apretaba con su mano fuerte, conteniéndose. Volvía a practicar.

Pero algo ocurrió: una noche mientras practicaba, su gato doméstico se encontraba a sus pies mirando como un humano desequilibrado agitaba una bola hacia los lados sin sentido ni propósito aparente. Entonces, la bola hizo caída libre desde sus manos y hacia la cabeza del gato. El hombre se anticipó al desenlace. El peso de la bola sería fatal para su mascota. Sus reflejos inútiles no pudieron agarrar la bola en el aire, pero sí golpearla y desviarla de lo que hubiera sido el fin del gato aplastándolo su cabeza contra el suelo. La bola voló entonces loca, primero golpeando el espejo el cual quebró en cientos de pedacitos que descuartizaron al animal y segundo, volando hacia el comedero de la mascota. Presa del shock, el hombre primeramente vio como los cereales y la leche  del gato se fusionaban en el aire a cámara lenta y aterrizaban en el suelo, ensuciándolo todo. Luego, escuchó ese sonido que tan bien conocía: "¡PUM!" La bola golpeando el suelo…No se paró. Por primera vez, se unió a su dueño. Regresó trazando un camino híbrido, mezcla de cereal y leche, hacia los pies del hombre y golpeándolo en su pie izquierdo.
El hombre, estupefacto de la escena, miro a su gato. Bueno, a todos los pedacitos de su gato. Se agachó, cogió la bola color sangre y salió por la puerta…en la noche oscura.

Desde entonces, es sabido que los malabaristas deben aprender sus trucos delante de un espejo y ausentes de animales. Su labor es solitaria y sus éxitos no serán compartidos por sus mascotas. Sólo dos factores estarán: el malabarista y su bola de contact. Cualquiera  que quiera conocer el arte del malabarismo deberá aprender el manejo de los movimientos habiéndose agachado, al menos, 1520 veces a recoger su bola. 1520 veces por movimiento nuevo aprendido. Si crees haberlo dominado antes de esta cifra, tira la pelota a propósito. Pues cuentan que un malabarista frustrado entrará durante la noche a través del espejo frente al que practicas y te sacará el seso a golpes de contact. Tus ojos se sumarán a los de aquellos que se tomaron esta historia como una leyenda urbana. Ojos con los que este pobre desgraciado, aprende cada día un poco más, lanzándolos al aire y recogiéndolos…una y otra vez.

2 comentarios:

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